Hoy me he levantado con una reflexión. De hecho, llevo dándole vueltas desde anoche, y no he podido dormir muy bien por ello.
Reconozco que soy una persona multiapasionada. Me gusta estar metida en mil asuntos, y normalmente estoy pensando en qué proyecto nuevo voy a iniciar o qué actividad voy a hacer. No hay nada malo en ser así. De hecho, estoy orgullosa de ello.
Quizás lo que me hace reflexionar es en qué pongo toda esa energía y entusiasmo. Hubo un tiempo de mi vida que mi “pasión” era el trabajo. Siempre me ha gustado mucho mi profesión y he tratado de hacerlo lo mejor posible, dedicándole el tiempo necesario. Sin embargo, en esa época, salía temprano por la mañana hacia el trabajo y no volvía hasta por la noche. Los fines de semana hacía cosas en casa para adelantar tareas pendientes o para estudiar más para estar mejor preparada. Muy pocas cosas significativas pasaron en ese tiempo de mi vida. Dediqué mi tiempo principalmente al trabajo.
Claro que eso ya es pasado y afortunadamente supe reaccionar y empezar a dedicar más tiempo a lo que de verdad es importante para mí: mis hijos, mi pareja, mis amigos, mi salud…
Aún así pienso que aún tengo mucho que mejorar. Me sigue apasionando mi trabajo, ahora más que nunca, y me sorprendo a mi misma saliendo una hora más tarde de la oficina o limpiando la bandeja de entrada de mi correo electrónico por la noche desde casa. Además sigo metiéndome en muchos proyectos, y a veces pienso que no me dejo tiempo para vivir.
No soy la única que le pasan estas cosas. Miro a mi alrededor y veo amigos que trabajan en sábado y domingo (después de haber trabajado toda la semana), compañeras que llegan a casa, acuestan a sus hijos y siguen trabajando hasta la madrugada, otras que después de muchos años deciden tener un móvil de empresa o les cuesta el matrimonio, niños pequeños que no salen al parque porque sus papás tienen que trabajar en sus proyectos…
No soy perfecta y no tengo que serlo (esto último me lo tengo que recordar muchas veces). A veces dedico mucho tiempo en hacer que las cosas muy bien, en lugar de simplemente dejar que las cosas fluyan y aprender a amar la imperfección y a asimilar los errores.
Ahora estoy haciendo un ejercicio que me ayuda a ser consciente de a qué he dedicado mi tiempo. Cada noche hago un repaso de mi día: de mi lista de las 4 cosas más importantes para mí, evalúo cuánto tiempo he dedicado en ese día a cada una de ellas y cómo de satisfecha me siento, del 0 al 10. ¿Cuánto tiempo le he dedicado a mis seres queridos? En los días que trabajo a turno partido, a lo mejor sólo he visto a mis hijos por la noche un rato, y a mi pareja otro ratito a mediodía: pues le doy un 3. ¿Cuánto tiempo le he dedicado a mi salud, a cuidarme? Y así voy evaluando mi forma de dedicar el tiempo a lo que quiero. Eso sí, sin juzgarme ni sentirme culpable, sólo con la idea de reflexionar y ser consciente.
Sé que estoy en el camino hacia la vida que quiero. Cada vez le dedico más tiempo a mis seres queridos, a cuidarme, a disfrutar, a vivir. Me he propuesto que este año sea el año de la calma, y gracias a mis ejercicios de mindfulness y meditación estoy consiguiendo estar menos estresada, disfrutando de lo que hay a mi alrededor y relativizando todo mucho. No voy a dejar de ser multiapasionada: me gusta vivir nuevas experiencias, afrontar nuevos retos. Pero esas experiencias, esos nuevos retos, quiero elegirlos yo, y quiero vivirlos intensamente, disfrutando de cada momento. Todavía me falta mejorar, pero, ¿dónde está la perfección en esto?
Cuento: Una hora de tu tiempo
De nuevo un cuento de Jorge Bucay, sacado del libro El camino del encuentro:
Cuentan que una noche, cuando en la casa todos dormían, el pequeño Ernesto de 5 años se levantó de su cama y fue al cuarto de sus padres. Se paró junto a la cama del lado de su papá y tirando de las mantas lo despertó.
– ¿Cuánto ganas, papá?
– Eh?¿Cómo? -preguntó el padre entre sueños.
– Que cuánto ganas en el trabajo.
– Hijo, son las 12 de la noche, ándate a dormir.
– Sí papi, ya me voy, pero tú ¿cuánto ganas en tu trabajo?
El padre se incorporó en la cama y en un grito ahogado le ordenó:
– ¡Te vas a la cama inmediatamente, esos no son temas para que tú preguntes! – y extendió el dedo señalando la puerta. Ernesto bajó la cabeza y se fue a su cuarto.
A la mañana siguiente el padre pensó que había sido demasiado severo con Ernesto y que su curiosidad no merecía tanto reproche. En un intento de reparar, en la cena el padre decidió contestarle a su hijo:
– Respecto de la pregunta de anoche, Ernesto, yo tengo un sueldo de 1800 euros, pero con los impuestos y descuentos me quedan unos 1200 euros.
– ¡Uhh! ? cuánto ganas, papi – contestó Ernesto.
– No tanto hijo, hay muchos gastos.
– Y trabajas muchas horas.
– Sí hijo, todo el día.
– Ahh – Asintió el chico, y siguió:
– Entonces tú tienes mucho dinero, ¿no?
– Basta de preguntas, eres muy pequeño para estar hablando de dinero.
Un silencio invadió la sala y callados todos se fueron a dormir. Esa noche, una nueva visita de Ernesto interrumpió el sueño de sus padres. Esta vez traía un papel con números garabateados en la mano.
– Papi ¿me puedes prestar 5 euros?
– ¿Ernesto? ¡¡ son las 2 de la mañana!! – se quejó el papá.
– Sí pero ¿ me los puedes dejar?
El padre no le permitió terminar con la frase.
– Así que este era el tema por el cual estás preguntando tanto por el dinero, mocoso impertinente. Vete inmediatamente a la cama antes de que me enfade de verdad. ¡Fuera de aquí! A tu cama. Vamos.
Media hora después, quizás por la conciencia del exceso, quizás por la mediación de la madre o simplemente porque la culpa no lo dejaba dormir, el padre fue al cuarto de su hijo. Desde la puerta escuchó lloriquear casi en silencio.Se sentó en su cama y le habló.
– Perdóname si te grité, Ernesto, pero son las dos de la madrugada, toda la gente está durmiendo, no hay ningún negocio abierto, ¿no puedes esperar hasta mañana?
– Sí papá – contestó el chico entre mocos. El padre se metió la mano en el bolsillo y sacó su billetera de donde extrajo un billete de cinco euros.
– Ahí tienes el dinero que me pediste.
El chico se enjugó las lágrimas con la sábana y saltó hasta su ropero, de ahí sacó una lata y de la lata unas monedas y unos pocos billetes de cinco euros. Agregó los cinco euros al lado del resto y contó con los dedos cuánto dinero tenía. Después cogió el dinero entre las manos y lo puso en la cama frente a su padre que lo miraba sonriendo.
– Ahora sí – dijo Ernesto – llego justo, veintidos euros y medio.
– Muy bien hijo, ¿y qué vas a hacer con ese dinero?
– ¿Me vendes una hora de tu tiempo?